Publicado en El Periódico de Catalunya, 1991-I-16
Lo más positivo de la dimisión del durante tantos años vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, es, desde mi punto de vista, que haya dimitido. Ha inaugurado, así, una práctica que, cada vez que la veía en algún político extranjero, alentaba mi fe en la democracia.
Porque el carácter más o menos autoritario de un régimen político no depende sólo de unos textos legales. Las leyes, al definir las reglas de juego, dictaminan lo que se permite y lo que no se permite hacer, dificultan unas relaciones colectivas o favorecen otras. Pero quienes en definitiva ponemos en práctica esas leyes somos las personas concretas. De modo que la mayor o menor flexibilidad o rigor de esa autoridad consustancial a toda ley depende también de nuestras actitudes cotidianas. Y la intensidad con que se agarran al poder distingue a un dictador de un demócrata.
La dimisión del vicepresidente del Gobierno puede ser un indicio de que vamos desaprendiendo el estilo dictatorial que arrulló nuestra infancia, de que somos capaces de aceptar que nadie es imprescindible porque todos y todas contamos (las mayorías y las minorías, quienes coinciden con nuestros intereses e ideas y quienes no coinciden), de que cualquier persona puede ser reemplazada por otra, y, sobre todo, de que podemos renunciar a un cargo, reconocer los errores e incluso pararnos a pensar en nuestras equivocaciones.