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La izquierda conservadora

Publicado en El Periódico de Catalunya, 1992-VI-6

        Se ha asumido la mezquindad de las minorías de principios de siglo que provocó tan graves conflictos sociales: las víctimas ya sólo interesan para justificar los sueldos de los funcionarios redentores.

        De todas las decisiones adoptadas por los gobiernos presididos por Felipe González hay tres que han sido especialmente conflictivas: el ingreso en la OTAN, la Ley de Seguridad Ciudadana conocida como "ley Corchera", y el reciente decreto sobre desempleo que ha provocado la convocatoria de una huelga general. En las tres ocasiones se ha hablado de traición a los ideales de un partido que continúa llamándose socialista y obrero. Sin embargo, si examinamos los cambios sociales que se han producido en nuestro pasado reciente, podemos notar que son coherentes con una lógica profunda que desemboca en la aparente paradoja actual de la izquierda conservadora.

        Consideremos en primer lugar las condiciones de vida de esos "obreros" o "trabajadores" que dicen defender tanto el partido en el poder como las centrales sindicales. Si barajamos datos globales sobre la población que ha vivido en el marco del estado español a lo largo de este siglo advertimos que en las primeras décadas sólo una tercera parte disfrutaba de unas condiciones de vida aceptables o buenas, mientras que los dos tercios restantes vivía en situaciones precarias o insoportables. Y esta proporción entre "poseedores" y "desposeídos" dependía en parte de las ocupaciones predominantes: la mayoría trabajaba en agricultura, pesca, ganadería..., mientras el sector industrial y el sector terciario ocupaba a grupos de población menores. Hoy las cifras se han invertido. La proporción de población que posee y disfruta de bienes en mayor o menor grado se ha ampliado hasta unos dos tercios, mientras el resto sufre situaciones de mayor o menor miseria; y este cambio tiene que ver con que la población ocupada en el sector primario y la industria ha disminuido al tiempo que ha aumentado la población activa del sector terciario.

        Esto mismo podemos constatarlo en nuestras historias familiares. Hijas e hijos de aquellas mujeres y aquellos hombres que en los años veinte abandonaron el campo y emigraron a las ciudades, o que tomaron esta decisión en los cincuenta y engrosaron el servicio doméstico y el peonaje de la construcción o las industrias, consiguieron mejorar sus condiciones de vida a partir de los años sesenta a fuerza de horas extras y minuciosos ahorros, de modo que sus hijas e hijos se encuentran hoy frente al dilema de culminar estos itinerarios de movilidad social convirtiéndose en "yuppies" agresivos bien pagados, y reforzar así la lógica del enriquecimiento, o engrosar esas bolsas de miseria que los subsidios de desempleo ayudan a amortiguar. Es cierto, pues, que se ha producido un "notable aumento del bienestar", tal como señalaba el presidente del gobierno en una reciente entrevista.  Pero no es menos cierto que pervive la injusticia, aunque se ha desplazado la frontera de la marginalidad.

        Esta transformación social, además de ser fruto de innumerables esfuerzos personales orientados a mejorar las condiciones de vida, es también resultado de otros cambios no menos fundamentales que solemos olvidar.

        Por una parte, la disminución de las jornadas laborales, la implantación del derecho a disfrutar de vacaciones, la garantía de conseguir salarios y condiciones de trabajo que no dependieran sólo de la voluntad de cada empresario, se ha logrado a base de que el Estado haya asumido las reivindicaciones de las organizaciones sindicales y políticas de izquierda, y haya ampliado su jurisdicción en detrimento de lo que hasta principios de siglo se consideraba propio de la jurisdicción privada de cada patrón. El mayor bienestar de una porción más amplia de población ("los objetivos que la socialdemocracia soñaba", según palabras de Felipe González) se inscribe, pues, en una dinámica de ampliación del Estado en la que el desarrollo de instituciones benefactoras (instrucción, sanidad, jubilaciones...) y el de instituciones punitivas y policiales (que ha desembocado en la Ley de Seguridad Ciudadana y la reciente Ley Orgánica de Regulación del Tratamiento Automatizado de Datos) no son sino las dos caras de la misma moneda: la causa de la multiplicación de la burocracia, de los burócratas que engrosamos el sector terciario y de sus gastos hasta alcanzar el déficit público actual.

        Además, estos cambios tienen que ver con las relaciones que hemos mantenido con las restantes sociedades. Porque a medida que el sistema capitalista ha necesitado multiplicar el número de consumidores para seguir produciendo sin cesar, ha ido entretejiendo una red financiera que ha traspasado las fronteras de los estados hasta dejarlas en buena parte obsoletas - no ha de extrañarnos la crisis política y sindical que vivimos -, y ha entrelazado los intereses de los diversos sectores de población que, en niveles distintos, nos hemos incorporado a lo que podemos llamar el banquete transnacional. Por eso nuestra participación en un bloque militar que el referéndum de la OTAN ratificó. Y así nos hemos integrado - aunque no vayamos en cabeza - en ese 23 % de la población mundial que, según un reciente informe de la ONU, acumulamos el 85 % de la riqueza del planeta, a base de ahondar el abismo que nos separa de la mayoría de seres humanos cada vez más empobrecida, tal como reconoce el informe del Banco Mundial publicado estos días.

        Preservar el bienestar de esta mayoría minoritaria ignorando el saqueo planetario en el que se basa indica que se ha asumido la mezquindad de aquellas minorías de principios de siglo que provocó tan graves conflictos sociales: delata a una izquierda conservadora. Las víctimas ya sólo interesan para justificar los sueldos de tantos funcionarios redentores.

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