Publicado en El Periódico de Catalunya, 1992-I-9
El marxismo ha propiciado la multiplicación de unos tecnócratas deslumbrados por el disfrute privado de los bienes, a expensas de los dos tercios de la humanidad condenados a la miseria.
El desmoronamiento del sistema comunista en aquellos países que un día fueron la URSS ha puesto de manifiesto, según un eurodiputado comunista, "el fracaso de la última gran ilusión y utopía europea". Esta opinión, que suele repetirse últimamente con frecuencia, es, ante todo, dañina, porque nos encierra en un callejón cuya única salida es un muro de lamentaciones que obstruye cualquier intento de mejorar las cosas. Pero, además, deducir de las deficiencias de los regímenes comunistas el fracaso de las aspiraciones a una sociedad más justa, es una enorme falacia. Primero, porque se identifica una receta política concreta con la única posible. Y, también, porque se confunde la fórmula con la realidad, el remedio con la enfermedad; y, ante la ineficacia del tratamiento marxista para remediar las injusticias sociales, en lugar de revisar si los ingredientes eran o no adecuados, o si faltaba o sobraba algún otro, se decide que el mal no tiene remedio. He aquí la gran contradicción de los oficiantes del pensamiento crítico: prefieren proclamar que el capitalismo ha triunfado antes que llevar la crítica hasta la autocrítica y admitir su error.
Ciertamente, las deficiencias del marxismo no se han puesto en evidencia sólo al derrumbarse el sistema soviético. En nuestras latitudes las advertimos ya en cuanto se inició la transición de la dictadura a la monarquía constitucional, a medida que "la izquierda" escaló los distintos peldaños del poder político y sindical. Durante varios años, han sido acalladas entre el jolgorio del ir y venir de militantes y simpatizantes de una sigla a otra según las oportunidades derivadas de los resultados electorales; disimuladas bajo la decisión de los socialistas de eliminar de su vocabulario las palabras que designan los problemas que no saben o ya ni quieren resolver; blindadas con el afán de los más fieles por excomulgar cualquier reflexión que no repita su catecismo...
Pero hoy resulta ineludible revisarlas. Y no sólo porque la URSS ya no es la URSS. También, porque continuamos hablando de "derecha" y de "izquierda" en la medida en que seguimos creyendo (con Marx) en el antagonismo entre poseedores y desposeídos, y a pesar de que la incapacidad de "la izquierda" para amortiguar las nuevas fronteras de la marginación social nos tienta a prescindir de esta terminología. Y, más aún, porque éstas y otras nociones políticas se engarzan entre sí en cierta forma de entender el pasado que condiciona nuestras expectativas presentes y futuras, tanto las que creemos posibles como las que despreciamos como imposibles. No en vano, la renovación, en las últimas décadas, de la Historia y las Ciencias Sociales que se transmiten en las aulas a cada nueva generación, se ha apoyado en la terminología y el sentido marxista de la Historia (hace poco una profesora me justificaba que había suspendido a una alumna porque no sabía definir el "modo de producción" en Roma). Y esta explicación, que un día nos ayudó a reemplazar la ‚pica que culminaba en "el Caudillo" por una conciencia política crítica, quizás sea el legado más persistente y menos consciente del pensamiento de Marx.
Así, de esta visión del pasado se deriva una imagen escindida del presente que enfoca prefrerentemente a lo público y deja en la penumbra sus conexiones con lo privado. Porque, aunque Marx situó la propiedad privada en el centro de su análisis, sólo se interesó por su dimensión política, mercantil y financiera, y eludió adentrarse en esa otra vertiente doméstica en la que se disfruta o no de los bienes cotidianamente. De este modo, burguesía y proletariado se enfrentan por la distribución de los recursos, pero haciendo ver que no importan las ambiciones domésticas que sin duda impulsan unas u otras estrategias políticas. Y esto porque considera a los actores públicos (políticos y sindicalistas, empresarios y financieros, intelectuales y científicos...) como protagonistas y agentes de las transformaciones sociales, y menosprecia al resto como seres pasivos y dependientes: aquellos hacen la Historia, los y las otras diríase que tan sólo la padecen.
Esta incitación a escalar peldaños públicos (disimulando los intereses privados) no es ajena a la fe en el desarrollo de las fuerzas productivas como motor de un progreso técnico que implicaría casi automáticamente un progreso social, que facilitó que muchos "progres" trucaran los cambios sociales por la revolución de las nuevas tecnologías en cuanto se instalaron en el poder. Porque el crecimiento de las burocracias y el desarrollo tecnológico delatan la magnitud y la intensidad que han alcanzado los propósitos de dominar el mundo, en la fase actual de conquista de la Tierra desde el espacio.
Por eso, a pesar de sus buenas intenciones, se detecta en la teoría y las prácticas marxistas una lógica similar a la capitalista, que ha propiciado en Oriente y Occidente la multiplicación de tantos tecnócratas deslumbrados por el disfrute privado de los bienes hasta el despilfarro, a expensas de los dos tercios de la humanidad condenados a la miseria.
Esta es la "utopía" que ha fracasado.