Les llamábamos "clochards"

Publicado en El Periódico de Catalunya, 1992-VII-28

        La expresión más patética de los límites de nuestra opulencia nos la ofrecen los mendigos de las calles de nuestras ciudades, que nos plantean el dilema de parapetarnos tras esta lógica sin sentido o buscar soluciones m s generosas.

        No se si fue su barba, tan abundante y gris, o su mirada azul entre unas cejas muy bien pobladas lo que atrajo mi atención. Estaba apoyado en la barandilla al otro lado de un puente, en Valencia. Podía ser uno más de los muchos mendigos que pueblan las calles de las grandes ciudades. Pero me recordó a aquellos vagabundos que en mis primeros paseos por la entonces anhelada Europa, hace más de veinte años, llamábamos "clochards". Quizás por eso, cuando estuvimos cerca, en lugar de evitarlo presté atención a lo que me decía. "¿No me recuerdas?  Fui alumno tuyo en Bellaterra".

        Nos sentamos en una terraza a tomar algo y mientras la luz de la tarde se apagaba despacio recordamos sus años de Facultad entremezclados con nombres y rostros de compañeros y compañeras hoy profesionales conocidos de la televisión, comentamos sus primeros pasos por periódicos y emisoras de Barcelona en aquel tiempo en que la euforia democrática facilitó la implantación de ritmos de trabajo cada vez más competitivos de la mano de las innovaciones tecnológicas, y me habló de sus conflictos familiares, la vida cada vez más imposible de los últimos "hippies", sus experiencias de "free lance" a la deriva, sus amores, y esta fase callejera que un día  abandonar  gracias a sus reportajes o una novela sobre las otras caras de la opulencia.

        Sus treinta y pico años me hicieron pensar en las condiciones sociales que han marcado la vida de las generaciones que nacieron cuando la década de los cincuenta se acercaba a su fin y que, por tanto, traspasaron el umbral adulto al tiempo que la democracia recién estrenada empezó a salpicarse de noticias que barruntaban que aquellos "clochards" se hayan multiplicado hasta la desmesurada mendicidad actual. A diferencia de quienes habíamos nacido en años anteriores, la mayoría no conoció en su infancia las penurias de la larga posguerra nada más que por haberlo oído contar; al contrario, abrieron los ojos al mundo a la vez que las casas y las calles se llenaban de aquellos artilugios que hacían tan apetecibles las vidas de las películas; y, ya en la adolescencia, se acostumbraron a mirar más allá de sus relaciones inmediatas todavía impregnadas de dictadura, a través de la ventana de un televisor que hasta ponía la luna al alcance de sus manos.

        No es que contra Franco viviéramos mejor, que éste no es más que un mal argumento grato a quienes son incapaces de ver más allá de la política, una falacia que parece inventada para impedir que examinemos nuestra historia reciente sin caer en la trampa de o a favor o en contra. Es que los "felices sesenta" fueron, ciertamente, años de expansión económica, seguramente a pesar de Franco - tan contrario a cualquier modernización -, pero, también, aunque lo hayan infravalorado los cantores de las gestas de la oposición. Años en que los múltiples esfuerzos cotidianos de numerosas mujeres y hombres pudieron canalizarse hacia el disfrute de unos bienes de consumo que, a la vez que tejían las redes de la aldea planetaria que hoy habitamos, alimentaban aquellas grandes maquinarias transnacionales que se enfrentaban por la conquista de la tierra desde el espacio, y que dejaron en parte obsoletas las fronteras de los Estados. Años que propiciaron que amplios sectores de población, cuyos predecesores habían sufrido condiciones de vida más o menos precarias, pudiéramos mejorarlas y alcanzar niveles del status social que nuestras abuelas y nuestros abuelos ni osaron soñar.

        Pero, quizás porque nos ofuscó la euforia de tanto bienestar, no supimos darnos cuenta de que la riqueza no es ni inocente ni ilimitada. Se alimenta de expoliar a otros: por eso genera miseria al mismo ritmo. Y esta dinámica tiene sus propios límites, afortunadamente. Porque produce situaciones tan insostenibles como las que hoy se sufren en las bolsas de pobreza de las metrópolis y en los países del tercer mundo. También, porque la explotación de territorios cada vez más amplios y de grupos de población más numerosos requiere sistemas de control proporcionales, que a medida que crecen se tornan más pesados, hasta convertirse en par sitos mastodónticos e ineficaces.

        Son los límites que empezaron a manifestarse en los setenta y se hicieron evidentes a partir de los ochenta. La expresión más espectacular, el derrumbamiento de aquella potencia que precisamente ganó la primera partida en la conquista del espacio. La preferida como chivo expiatorio (acaso para disimular los pies de barro de la otra potencia), la crisis del petróleo que culminó en la guerra del Golfo. La más taimada, todos esos productos que nos invaden procedentes de Japón, Hong Kong...; que los grandes imperios siempre fueron reemplazados por pueblos situados en sus márgenes. La más patética, los mendigos y mendigas cada vez más numerosos en las calles de nuestras ciudades, entre los cuales casi la mitad, como mi exalumno, tienen menos de 35 años: porque nos escupen en la cara el dilema de parapetarnos tras esta lógica sin sentido o buscar soluciones más generosas, antes de que sea demasiado tarde.

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