Publicado en El Periódico de Catalunya, 1992-IX-12
De la misma manera que la ley del Corán que prohíbe comer carne de cerdo no nos atañe a quienes no nos consideramos miembros de este credo religioso, o que aquellas personas que no nos identificamos como Testigos de Jehová no dudamos en hacer una transfusión de sangre no siempre sino sólo cuando nos hace falta, así también a quienes no comulgamos con la Iglesia Católica no nos afectan sus dogmas y normas morales, y su peculiar defensa de la vida humana. O, mejor dicho, no tienen por qué afectarnos. A no ser que vivamos en un país fundamentalista católico, tal como sucedía aquí hace unos años, cuando pagando se podía conseguir la anulación del matrimonio canónico mientras caía todo el rigor de la indisolubilidad sobre quienes, por no haber querido someterse al rito católico, se habían casado sólo por lo civil, y la defensa de la honra (de los padres, claro) de la mujer soltera eran un atenuante tanto en el aborto como en el infanticidio, incluso practicado contra su voluntad.
Pero si la libertad religiosa es un principio tan sagrado como cualquier creencia, entonces las leyes no tienen que estar sometidas a ningún juicio religioso. E igual que no es delito hacer una transfusión de sangre o comer carne de cerdo, interrumpir un embarazo tampoco tiene que serlo. Ni ha de ser una decisión nublada por la angustia. Que sean pecados para éstos o aquellos fieles sólo depende de la fe de cada cual, y de la jerarquía religiosa a que se somete.
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