Publicado en El Periódico de Catalunya, 1992-III-1
La corresponsal de este diario en París, Montse Capdevila, comentaba en su crónica sobre el triunfo del sobre el voto al partido de Le Pen en Niza, que la simpatía de que goza este político se debe a que "dice en voz alta lo que muchos piensan por lo bajo", ya que "se hace eco simplemente de todos los temores de una sociedad en crisis". El diagnóstico apunta a los fundamentos de esos impulsos autoritarios que entorpecen la convivencia cotidiana y amenazan con atenazarla cualquier día con todo rigor. Porque la gran trampa que nos tiende la racionalidad que se esgrime en tonos científicos y políticos, bajo la ilusión de un mundo más justo (que hoy nos parece imposible alcanzar), no estriba sólo en lo que proclama, sino también en lo que ahoga en el silencio: en las negociaciones que sustentan las afirmaciones que tejen argumentos sin fin, en lo que menosprecia como irracional. La expresión más burda, esa sarta de insultos con que unos políticos hablan de otros para autoafirmarse, que delata que todos comparten el dogma racista que consiste en definirse superior a base de menospreciar a otros. La más convincente, las decisiones políticas y económicas orientadas a acceder a los primeros puestos del ranking de la riqueza y el desarrollo, impulsadas por el terror a la pobreza y el subdesarrollo, que impide valorar los costos humanos de esta opción. Disimular estos pánicos bajo la alfombra de la razón no sirve más que para cebarlos. Por eso conviene: debemos reconocerlos en voz alta antes de que nos estallen en gritos y gestos tajantes.