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Consecuencias y límites de la expansión

Publicado en El Periódico de Catalunya, 1992-XI-19

        La solución a esta crisis no está en ocupar las primeras filas en el banquete planetario a cualquier precio, tal como propugnan las distintas opciones políticas con pequeños matices, sino en repartir mejor.

        Hacer un balance de los últimos años tiene interés - más allá de utilizarlo como precampaña electoral a favor o en contra de éstos o aquellos - si nos arroja luz sobre nuestra situación actual y sobre cómo orientar nuestros próximos pasos. Pero para ello, no podemos limitar nuestra atención, como suele hacerse, ni a los políticos ni a las instituciones políticas. Porque el cambio más decisivo que se ha producido a lo largo de esta centuria que concluye es el que ha afectado a las fronteras y jurisdicciones de los Estados, que han quedado en buena medida obsoletas como consecuencia de un nuevo sistema de relaciones no ya internacional, sino de alcance transnacional.

        Basta con que nos sentemos en el sofá de nuestras casas y abramos la ventana del televisor. Las imágenes que nos ofrece el espejo de los satélites para prevenirnos del tiempo nos advierten que la diferencia más notable entre 1492 y 1992 está en las dimensiones y las formas que ha adoptado el dominio del mundo. Hasta aquel 12 de octubre, nuestros antepasados sólo conocían un 10 % del planeta. Un siglo después conocían hasta el 50 %. Trescientos años más tarde, los ferrocarriles, el telégrafo, el cable submarino..., permitieron culminar la conquista de la Tierra. Al iniciarse el siglo XX, la aviación y la radio inauguraron una nueva fase: la conquista de la Tierra desde el espacio. Y esta meta marcó nuestra memoria con las imágenes de la perrita Laika a bordo del Sputnik II soviético, en 1957 y, en 1969, de Neil Amstrong hincando la bandera de los Estados Unidos en la Luna, dos hitos de la "guerra fría" que hoy parecen remotos, tras el lanzamiento de nuestro satélite Hispasat.

        En tres o cuatro generaciones nos hemos integrado - lo hemos comprobado durante este verano olímpico - en esa aldea planetaria capaz de interconectar un vecindario de hasta tres mil millones de personas. Por ello, para comprender las transformaciones de nuestra vida social, es imprescindible que tengamos en cuenta tanto las repercusiones como las limitaciones de esa dinámica expansiva que caracteriza a nuestra cultura, fiel al mandato bíblico "creced y multiplicaos y dominad el mundo".

        Notemos, primero, que los cambios en las dimensiones de los territorios que se dominan repercuten tanto en la red mediante la que se realiza el control y en los centros que la engarzan, como en las fronteras que se delimitan. La configuración de los Estados modernos europeos cada vez más centralizados, en los pasados siglos, impulsó la creación de unos imperios que desplazaron sus fronteras más allá de los mares, hasta abarcar los restantes continentes. Por ello llamamos primera guerra mundial al conflicto que estalló entre ellos cuando se enfrentaron para culminar la conquista de la Tierra. Aquella gran guerra, a la vez que anunció que se había llegado a un límite, fue el preludio de un nuevo sistema: los principales centros de control se desplazaron de las capitales europeas a las de los Estados Unidos y la Unión Soviética, que configuraron unas tramas transnacionales - en las que se insertaron también territorios que se sacudieron el yugo colonial - que, mediado el siglo XX, competían por la conquista del espacio.

        Pero la dinámica expansiva no repercute sólo en la tecnología y las instituciones del sistema de control. Las opciones expansivas se derivan de, y a la vez repercuten en la vida del grupo que las practica, en su organización social. Ampliar el dominio territorial y perpetuarlo a través del tiempo requiere incrementar el número de personas interesadas e implicadas en esta aventura. Este el drama histórico de las minorías dominantes: están condenadas a ampliarse constantemente, a dejar de ser minorías y transformarse en unas mayorías que, a medida que impulsan nuevas fases expansivas, se convierten en minoritarias. Así, el racismo bloqueó la capacidad expansiva de la Grecia clásica, mientras Roma creó un imperio que rodeó el Mediterráneo porque aceptó liberar a quienes antes había esclavizado para engrosar su ejército y su burocracia. La progresiva conquista de la Tierra efectuada por los Estados europeos desde el siglo XVI arroja luz también sobre las revoluciones que condujeron a que las minorías feudales tuvieran que compartir sus privilegios con la burguesía que, más tarde, se resistió a la participación de los sectores populares. Pero estos grupos lograron acceder a los beneficios de las minorías mediante la divulgación del consumo a partir de los años 50 y 60, esto es, en plena expansión por la conquista del espacio.

        Ahora bien, la expansión tiene unos límites que, si se sobrepasan, deterioran el propio sistema: por eso todos los imperios han caído. Por una parte, generan unos sistemas de control cuyo coste es superior a su eficacia: el desmoronamiento de la burocracia de la URSS y los gastos desmedidos de las redes políticas y financieras que entrelazan el mundo capitalista indican que la conquista de la Tierra desde el espacio ha producido una maquinaria desmesurada.  Además, las minorías dominantes, al frenarse la dinámica expansiva, se aferran a sus privilegios y acentúan las injusticias sociales: la crisis actual, que nos acosa desde mediados de los 70, en la década de los 80 impulsó a las mayorías minoritarias que se habían incorporado al banquete planetario a refugiarse en el despilfarro, al tiempo que levantaban las nuevas fronteras de la marginación que delimitan las bolsas de miseria en las ciudades y cierran el paso al éxodo de los desheredados de la Tierra.

        La solución a esta crisis no está en ocupar las primeras filas en este banquete a cualquier precio, tal como propugnan las distintas opciones políticas con pequeños matices, sino en repartir mejor.

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