Publicado en El Periódico de Catalunya, 1995-XI-24
Veinte años y un día después de que se abriera la primera verja de la prisión de la dictadura, a punto de traspasar el umbral entre las pesadillas de la vigilia y el reconfortante sueño, mientras me lavo los dientes, unos ojos cansados me recuerdan que la democracia es un largo y tortuoso desaprendizaje, así en la política como en la vida cotidiana.
Veinte años es toda la vida cuando se tiene veinte años. Pero una vez has doblado esa edad, no queda más remedio que reconocer que todos esos años no han sido suficientes para olvidar unos hábitos que adquirimos en las primeras décadas de nuestra existencia para sobreponernos a los fantasmas carcelarios, que no murieron el día que dijeron que murió él. Siguen vivos. Y acaso sólo el paso del tiempo nos permite revisar hasta qué punto los principios que proclamamos concuerdan con lo que hacemos.
Porque esto de la democracia parecía tan fácil como votar y que se entendieran los políticos en el Parlamento, y resulta que no, que a cada paso hemos de desaprender todos esos tics dictatoriales que constriñen nuestros cuerpos y obstruyen la convivencia.