Publicado en El Periódico de Catalunya, 1992-III-10
He evocado en público recientemente mi experiencia de chica de pueblo recién llegada a Barcelona - caminar más deprisa y más seria, no hablar con nadie en la parada del autobús aunque se coincida cada día..., que no puedan llamarte pueblerina... -, y me ha sorprendido el eco que he encontrado. No esperaba que aquellos recuerdos estuvieran tan vivos como yo los siento entre quienes hace años vinimos a buscar unas oportunidades que han marcado nuestras vidas. Pero, menos aún, que chicas y chicos de 20 años o menos vivan hoy una experiencia semejante.
Engañada por las apariencias, creía que la modernización que ha cambiado las calles, las fachadas y el interior de las casas de los pueblos y los ha llenado de coches y electrodomésticos, de tiendas de moda y sucursales bancarias, y, sobre todo, la ventana televisiva abierta a la aldea planetaria, había homogeneizado nuestros comportamientos a la medida urbana. Sin embargo, el sentimiento de ser de pueblo continúa vigente. Pero ya no se trata sólo de un sentimiento que se vive negativamente cada vez que hay que adaptarse a los rigores de la metrópolis - que una cosa es saber cómo hay que comportarse y otra muy distinta comportarse tal como hay que hacerlo -, sino también de un sentimiento positivo hecho del regusto de esos olores, esos ruidos y silencios, esos espacios de dimensiones m s cercanas y esos tiempos más sosegados que nos niega la densidad urbana.
Porque la gran ciudad no es ya el sueño que fue.
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