Publicado en El Periódico de Catalunya, 1992-VIII-11
Una de las ventajas de no haber estado en Barcelona en estos días en los que la ciudad se convirtió en el principal plató de televisión del planeta es no haber tenido que someterse a los rigores de maquillajes y vestuarios, y, libres de cualquier disfraz, haber disfrutado de que nuestros cuerpos desnudos se hayan empapado de todas las fragancias, calideces, suavidades, frescuras y demás caricias que ofrecen el sol, las brisas el agua y otros amantes.
Desprenderse de los artilugios con los que envolvemos nuestros cuerpos para - teóricamente - protegerlos de las inclemencias del tiempo es un acto muy fácil, también teóricamente; pero en la práctica suele ser más difícil y hasta puede resultarnos imposible. Lo que demuestra que no nos recubrimos sólo para preservarnos de las temperaturas del ambiente: si así fuera todas las playas y piscinas serían nudistas, por poner sólo un caso. Ni siquiera lo hacemos para resguardarnos de las miradas ajenas, como se suele justificar con argumentos morales y estéticos. Nos refugiamos en nuestros vestidos por miedo a sentirnos desnudas y desnudos: por pánico a des-cubrirnos, ante nuestros propios ojos, tal como somos. La mirada ajena nos aterra en la medida en que vemos en ella nuestros propios reproches. Y por eso tiritamos y nos envolvemos con ropajes y ungüentos, como en la estampa bíblica se cubrieron Adán y Eva en el paraíso.
Nos vestimos, pues, por temor a desnudarnos. Desde la más tierna infancia aprendemos a juzgar nuestros actos y nuestras aspiraciones por contraste con ese repertorio de personajes que diseñaron las generaciones que nos precedieron a medida que construyeron este teatro del mundo que se rige por normas jerarquizadoras y antagónicas. Y llega un momento en que ya no sabemos valorarnos nada más que según nos acercamos o no a los rasgos de esos modelos de hombres o mujeres de esta o aquella edad o condición social que reproducen los cuentos, las religiones, las calificaciones escolares, la publicidad, las películas, las cotizaciones económicas de nuestros esfuerzos... Como se trata de modelos imaginarios, nunca logramos imitarlos con exactitud, a pesar de que nos ayudamos con vestimentas y afeites.
Pero la eficacia de este sistema no radica sólo en que nos incita a ejecutar unos papeles hasta encarnarlos y hacerlos realidad. Lo peor es que nos doblegamos a representarlos a base de bloquear nuestra capacidad de actuación diversa y polifónica, por temor a encontrarnos con esa humanidad nuestra tan semejante a la de los restantes seres humanos, de carne y hueso, tiernos y fuertes, de coloraciones variadas y de mayor o menor altura o grosor pero, en cualquier caso, de dimensiones cercanas a la tierra y al alcance de cualquier otro ser humano. Ya que el repertorio incluye, como caótico y amenazante, todo aquello que, cuando nos desnudamos, podemos constatar gozoso y solidario.
De ahí que un acto tan sencillo puede resultar tan difícil: porque exige que nos despojemos de los pánicos que atenazan nuestros cuerpos.
La disputa a propósito de la nueva camiseta del Barça demuestra hasta qué punto atribuimos al disfraz mayor fuerza que a los seres humanos que lo llevan puesto, a los que sólo vemos según las máscaras correspondientes a los papeles que representan. ¿Serían, serán los mismos los jugadores del Barça con una raya más o menos y con trazos blancos o sin ellos en sus camisetas? La respuesta no es sencilla, porque otros años, con el mismo uniforme, no han conseguido los triunfos de este. ¿Y si jugasen desnudos? Ah! Quizás atraerían a muchas a las que hoy no nos interesan y tendrían más fans. O acaso jugarían en la hierba a otros juegos. O el terreno no estaría vallado y no habría distancias entre fans y jugadores...
Es decir, que el hábito - el disfraz - sí que hace al monje, porque quien lo encarna se habitúa a actuar como tal, y no de otra manera. Y estos personajes fantasmagóricos tienen tal fuerza‑ que llegan a imponernos incluso cómo desnudarnos, con qué telas, blondas o gasas, con qué maquillajes, con qué gestos nos hemos de disfrazar de mujeres desnudas y de hombres desnudos.
Afortunadamente, estos hábitos - estos fantasmas - no siempre consiguen anularnos por completo. Pero pueden trastornarnos, como parece sucederle a Michael Jackson, no sólo por las operaciones a que se ha sometido para cambiar radicalmente su figura, sino, además, por proponerse ahora probar ante un jurado que no está desfigurado. Y, en ocasiones, pueden asfixiarnos. Hace unos días nos enteramos de que había muerto, víctima de un cáncer de pulmón, el actor Wayne McLaren, como si de tanto identificarse con ese personaje que cabalgaba por nuestros televisores proponiéndonos alcanzar el paraíso americano con unas bocanadas de un cigarrillo rubio, se hubiera creído hasta la advertencia de las autoridades sanitarias. El suicidio de Urtain es otro ejemplo dramático reciente de un ser que, acaso por demasiado humano, no supo distanciarse del personaje que le tocó representar y un día, harto de sentírselo tan pegado a la piel, lo arrojó al vacío sin advertir que se arrojaba con él.
No ha de extrañarnos que, de tanto tiempo representando nuestros personajes en los escenarios públicos y privados, de tanto repetir sus muecas y sus palabras y adoptar nuestros ademanes a sus ropajes, lleguemos a olvidarnos de que podemos desnudarnos de ellos y dejarlos colgados en algún perchero, algún rato al menos, a no ser que nos de pavor hacerlo.
Por ello, aunque podemos desnudarnos siempre que queramos, ya que es en verano cuando más apetece hacerlo, conviene aprovechar la ocasión para ejercitarnos en desvanecer fantasmas y saborear a placer todos los matices que nos reconcilian con nuestras dimensiones mas humanas.
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