Publicado en El Periódico de Catalunya, 1993-II-12
Si las primeras sacudidas de la crisis dejaron descolocados a hombres y mujeres que se han hundido en la miseria sin rechistar, hoy afecta también a quienes no se resignan a arrastrar sus cuerpos hasta el fin de sus días sin ningún futuro.
A pocas páginas de las informaciones sobre las violaciones y asesinatos de tres adolescentes valencianas, obra al parecer de unos jóvenes de unos veinte años, hemos visto estos días distintas posturas en torno a la reforma del mercado laboral. Que una y otra noticia aparezca en secciones diferentes, que nos llamen la atención sobre unos personajes y unos escenarios distintos, y que se traten la primera con un lenguaje que apela a nuestros sentimientos y la segunda con argumentos propios de la racionalidad, no quiere decir que se refieran a fenómenos sociales sin relación. Por el contrario, no podemos pensar en la reforma del mercado laboral eludiendo los problemas de marginación y violencia que hoy afectan especialmente a la juventud.
La generación que ahora tiene entre 20 y 30 años - esa edad en la que hay que hacerse un lugar entre la gente adulta - vino al mundo a medida que avanzaba la d‚cada de los 60. Es decir que transcurrieron por su primera infancia en un ambiente familiar y colectivo marcado por la implantación de la sociedad de consumo.
Obviamente, estas líneas generales no deben hacernos olvidar las enormes diferencias entre los distintos grupos sociales. En los mismos periódicos en los que hemos leído que los padres de los presuntos autores del crimen de Alcàsser llegaron a Catarroja atraídos por el impulso económico provocado por la instalación de la factoría de automóviles Ford, se nos informa del aniversario del príncipe Felipe, otro joven de la misma generación pero cuya cuna le ha facilitado unas oportunidades bien distintas.
El padre y la madre de los hermanos Anglés nos recuerdan a otros que, a la hora de sacar adelante a sus hijos ya en los años 70, se encontraron con que se reducían los puestos de trabajo sin contemplaciones y más de uno sucumbió al alcohol. Por el mismo tiempo, otros padres y madres que habían nacido amparados por mayores o menores patrimonios familiares vieron que se afianzaba y hasta mejoraba su situación. Aquellos transmitieron a sus hijos la amargura ante un futuro que les cerraba las puertas. Estos apostaron por ese futuro, aún a sabiendas (¿o ignorantes?) de que beneficia cada vez a menos gente.
Pero sigamos sus pasos. Esta generación se encontró, en su primera infancia, con un mercado que ofrecía cada vez más bienes de consumo, así como posibilidades para alcanzarlos de acuerdo con las pautas sociales. Sin embargo, a medida que se adentraban en la adolescencia, no sólo vivieron los efectos que el paro producía en sus casas, sino que también las ocasiones de encontrar sus propios medios de subsistencia se reducían sin que disminuyera en la misma proporción la oferta de esos bienes de consumo con los que se mide el éxito o el fracaso en la vida; al contrario, el lujo y el derroche se incrementaba por doquier al mismo ritmo que se hacía más difícil obtener dinero para alcanzarlos. Lograr un puesto de trabajo y no digamos mantenerlo y mejorarlo exigió cada día mayores dosis de agresividad... so pena de quedarse en paro y traspasar la frontera de la marginalidad.
El abismo entre quienes contamos con un puesto de trabajo y aquellas otras personas que no lo consiguen o sólo a temporadas se acentuó en el transcurso de los 80. Y hoy, cuando las chicas y los chicos de las generaciones más jóvenes se acercan a la edad de solventarse su vida, se encuentran ante dos mundos cuyo ambiente se ha enrarecido: el de un mercado laboral de una competitividad a menudo cruel, que reserva sus plazas a las personas más agresivas y con m s capacidad de aguante; y el de un mundo marginal en el que también se ha hecho más difícil sobrevivir y del que ya no hay esperanzas de escapar... a no ser que la muerte les separe. Porque si las primeras sacudidas de la crisis dejaron descolocados a los hombres y las mujeres menos agresivos, que se han hundido en la miseria o han sucumbido a una sobredosis o al sida sin rechistar, últimamente afecta también a otras y otros más enérgicos, que no se resignan tan fácilmente a arrastrar sus cuerpos de 20 o 30 años hasta el fin de sus días sin ningún futuro: jóvenes que han aprendido las reglas del juego y no dudan en practicarlas aunque sea para hacerse los amos del mundo marginal; jóvenes de los que sólo se acuerdan quienes amasan grandes fortunas gracias a la coca que alienta a tantos yuppies o al caballo que les engancha a un mundo en el que ya no importa matar o morir en algún ajuste de cuentas. Y si son hombres, siempre pueden alardear de virilidad descargando su rabia en alguna mujer, con más facilidad si es niña o adolescente.
Este es el problema fundamental que hemos de resolver hoy promoviendo una mejor distribución del trabajo (¿para cuando una reducción de las jornadas laborales?) y, así, de los medios de subsistencia y las expectativas de futuro. Porque, por mucho que se incrementen los cuerpos policiales, los juzgados y las prisiones, si la regulación del mercado laboral no se orienta a reducir la marginación, nos habremos merecido la violencia a la que estamos abandonando a una buena parte de la juventud.
MERCADO LABORAL, MARGINACION Y VIOLENCIA (primera versión)
Si las primeras sacudidas de la crisis dejaron descolocados a hombres y mujeres que se han hundido en la miseria sin rechistar, hoy afecta también a quienes no se resignan a arrastrar sus cuerpos hasta el fin de sus días sin ningún futuro.
A pocas páginas de las informaciones sobre las violaciones y asesinatos de tres adolescentes valencianas, obra al parecer de unos jóvenes de unos veinte años, hemos podido leer estos días las distintas posturas en torno a la necesidad de reformar el mercado laboral. Que una y otra noticia aparezca en secciones diferentes, que nos llamen la atención sobre unos personajes y unos escenarios distintos, y que se traten la primera con un lenguaje que apela a nuestros sentimientos y la segunda con argumentos propios de la racionalidad pública, no quiere decir que se refieran a fenómenos sociales sin relación alguna. Por el contrario, nuestra experiencia cotidiana nos dice que ni podemos pensar en la reforma del mercado laboral eludiendo los problemas de marginación y violencia que hoy afectan especialmente a la juventud, ni queremos usar ningún argumento que ignore lo que nos conmueve.
Reflexionemos sobre la situación con que se han encontrado las generaciones más jóvenes a lo largo de su itinerario vital.
La generación que ahora tiene entre 20 y 30 años - esa edad en la que hay que hacerse un lugar entre la gente adulta - vino al mundo a medida que avanzaba la década de los 60. Es decir que transcurrieron por su primera infancia en un ambiente familiar y colectivo marcado por la expansión: años de auge de la guerra fría entre las dos superpotencias que abanderaban la conquista del espacio para lo cual se apoyaron en amplios sectores de población que mejoraron sus posibilidades económicas, implantándose así la sociedad de consumo.
Obviamente, estas líneas generales no deben hacernos olvidar las enormes diferencias entre los distintos grupos sociales. En los mismos periódicos en los que hemos leído que los padres de los presuntos autores del crimen de Alcàsser llegaron a Catarroja atraídos por el impulso económico provocado por la instalación de la factoría de automóviles Ford, se nos informa del aniversario del príncipe Felipe, otro joven de la misma generación pero cuya cuna le ha facilitado unas oportunidades bien distintas. El padre y la madre de los hermanos Anglés nos recuerdan a otros que, a la hora de sacar adelante a sus hijos ya en los años 70, se encontraron con que se reducían los puestos de trabajo sin contemplaciones y más de uno sucumbió al alcohol. El padre y la madre de Felipe de Borbón nos remiten a otros que nacieron amparados por mayores o menores patrimonios familiares, y a quienes la liquidación de la dictadura abrió nuevas perspectivas para afianzar y mejorar su situación. Aquellos transmitieron a sus hijos la amargura ante un futuro que les iba cerrando las puertas. Estos apostaron por ese futuro, aún a sabiendas (¿o ignorantes?) de que beneficia cada vez a menos gente.
Pero sigamos sus pasos. Esta generación se encontró, en su primera infancia, con un mercado que ofrecía cada vez más bienes de consumo, así como posibilidades para alcanzarlos de acuerdo con las pautas sociales. Sin embargo, a medida que se adentraban en la adolescencia, no sólo vivieron los efectos que el paro producía en sus casas, sino que también las ocasiones de encontrar sus propios medios de subsistencia se reducían sin que disminuyera en la misma proporción la oferta de esos bienes de consumo con los que se mide el éxito o el fracaso en la vida; al contrario, el lujo y el derroche se incrementaba por doquier al mismo ritmo que se hacía más difícil obtener dinero para alcanzarlos. Lograr un puesto de trabajo y no digamos mantenerlo y mejorarlo exigió cada día mayores dosis de agresividad... so pena de quedarse en paro y traspasar la frontera de la marginalidad.
El abismo entre quienes contamos con un puesto de trabajo y aquellas otras personas que no lo consiguen o sólo a temporadas se acentuó en el transcurso de los 80. Y hoy, cuando las chicas y los chicos de las generaciones más jóvenes se acercan a la edad de solventarse su vida, se encuentran ante dos mundos cuyo ambiente se ha enrarecido: el de un mercado laboral de una competitividad a menudo cruel, que reserva sus plazas a las personas más agresivas y con m s capacidad de aguante; y el de un mundo marginal en el que también se ha hecho más difícil sobrevivir y del que ya no hay esperanzas de escapar... a no ser que la muerte les separe. Porque si las primeras sacudidas de la crisis dejaron descolocados a los hombres y las mujeres menos agresivos, que se han hundido en la miseria o han sucumbido a una sobredosis o al sida sin rechistar, últimamente afecta también a otras y otros más enérgicos, que no se resignan tan fácilmente a arrastrar sus cuerpos de 20 o 30 años hasta el fin de sus días sin ningún futuro: jóvenes que han aprendido las reglas del juego y no dudan en practicarlas aunque sea para hacerse los amos del mundo marginal; jóvenes de los que sólo se acuerdan quienes amasan grandes fortunas gracias a la coca que alienta a tantos yuppies o al caballo que les engancha a un mundo en el que ya no importa matar o morir en algún ajuste de cuentas (estos días habla la prensa de tres víctimas, dos de ellas mortales, en Calafell). Y si son hombres, siempre pueden alardear de virilidad descargando su rabia en alguna mujer, con más facilidad si es niña o adolescente.
Este es el problema fundamental que hemos de resolver hoy promoviendo una mejor distribución del trabajo (¿para cuando una reducción de las jornadas laborales?) y, así, de los medios de subsistencia y las expectativas de futuro. Porque, por mucho que se incrementen los cuerpos policiales, los juzgados y las prisiones, si la regulación del mercado laboral no se orienta a reducir la marginación, nos habremos merecido la violencia a la que estamos abandonando a una buena parte de la juventud.
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