Publicado en El Periódico de Catalunya, 1993-VII-30
A la gente que llevamos unas cuantas décadas circulando por esta vida se nos inculcó, desde nuestra m s tierna infancia, que "el trabajo dignifica al hombre". Y quien más quien menos nos lo creímos hasta la obsesión. De ahí la angustia de muchas personas ante su jubilación. O esa manía de aprovechar las vacaciones para hacer lo que no pudimos en el periodo laboral, incapaces de deleitarnos dejando que el tiempo pase sin más.
Esta obcecación por el trabajo ha provocado numerosos traumas en los últimos años, a medida que el paro nos ha salpicado hasta inundar nuestra vida colectiva. De ahí que a mucha gente quedarse sin trabajo, además de un problema económico, le produzca un síndrome de abstinencia tan doloroso que acaba amargándose y amargando la vida a los demás. Pero este mal no afecta sólo a quienes han perdido su puesto de trabajo, entre quienes encontramos a menudo ejemplos envidiables de adaptación al medio. Yo diría que nos ataca con más saña a quienes engrosamos las cifras de la población activa, provocándonos ese delirio que nos hace vernos como seres privilegiados por pasarnos la vida trabajando y una avaricia mal disimulada que nos lleva a propugnar crear empleo en lugar de compartir mejor el que hay.
Disfrutar de no hacer nada hasta incluso bordear aquellos aburrimientos infantiles tan olvidados, resulta un ejercicio saludable que nos ayuda a percatarnos de las ventajas personales y colectivas de repartir mejor el paro.
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