Ponència presentada a Àgor@2000. Jornades per a igualtat d'oportunitats i responsabilitats a la vida familiar i professional. Organitzades per l'Institut Català de la Dona, Barcelona.
VIDA FAMILIAR Y VIDA PROFESIONAL: DEL CONFLICTO HISTÓRICO
A LAS MEDIDAS POLÍTICAS DE CONCILIACIÓN[1]
Dra. Amparo Moreno Sardà
Catedrática de Historia de la Comunicación
Universidad Autónoma de Barcelona
La relación conflictiva que vivimos actualmente entre vida familiar y vida profesional, no depende solamente de la mayor o menor voluntad manifestada por las personas que comparten la vida familiar para distribuir las obligaciones domésticas de forma equitativa.
Numerosas experiencias nos han enseñado en los últimos años que en los casos en que el conflicto se ha agudizado hasta llegar a romper la relación de la pareja que sostiene el núcleo familiar, el problema no se ha resuelto. La ruptura no ha eliminado la tensión que provoca atender a las exigencias de la vida familiar y la vida profesional. Más bien la ha multiplicado por dos, ya que cada una de las personas ha tenido que resolverla individualmente, aunque saber que no se cuenta con otra persona para nada puede aliviar el malestar provocado por una relación basada en una distribución desigual e injusta de las cargas.
Tampoco se resuelve el conflicto reduciendo a la mínima expresión o prescindiendo de las relaciones familiares. Una mujer o un hombre adultos y en plenas facultades productivas pueden minimizar la tensión que genera ocuparse de la vida doméstica y de la vida profesional si no establecen vínculos familiares o evitan cualquier forma de convivencia cotidiana con otras personas, más aún si precinden de tener hijos, circunstancia que incrementa notablemente las obligaciones familiares. Pero no logran eliminarla, y esto se pone de manifiesto en los momentos en que fallan las fuerzas, ya que en nuestras sociedades la posibilidad de solventar las necesidades cotidianas de la existencia y reproducir la energía humana necesaria para participar en la vida profesional recae básicamente sobre la vida familiar o doméstica, necesidades que si no se resuelven bien dificultan y hasta pueden impedir realizar la actividad profesional.
En cualquier caso, disponer de mayores recursos económicos facilita solucionar las necesidades familiares, ya sea porque se puede contar con personas que se encarguen del trabajo doméstico, o porque se puede pagar a empresas o entidades privadas o públicas que proporcionan servicios de alimentación, limpieza, salud... Pero estas soluciones no resuelven el conflicto: sólo lo desplazan hacia una vida profesional que exige cada vez más dedicación para proporcionar mayores ingresos económicos, y que de ser un medio pasa a convertirse en un fin en sí mismo que se impone despóticamente sobre la vida cotidiana de cada persona.
No se trata, por tanto, de un problema del que tengamos que ocuparnos las mujeres porque sólo nos incumbe a nosotras. Nos afecta especialmente porque hemos tomado la iniciativa de intervenir en el mundo profesional, tradicionalmente reservado a los hombres, para evitar la posición de dependencia en la que nos encontramos si aceptamos reducir nuestra vida al lugar que se nos ha atribuído tradicionalmente en la vida familiar. Y esta iniciativa, que nos condujo primero a soportar una doble jornada, en el ámbito familiar y en el profesional, y en seguida a enfrentarnos con las dificultades para compartir las tareas en la vida familiar, por la persistencia de los modelos aprendidos no sólo por ellos, sino también por nosotras, nos ha ayudado a ver también que el conflicto no se soluciona sólo con el reparto de las obligaciones y responsabilidades dentro de la casa, porque, en buena medida, se deriva de las exigencias y rigores que impone una vida profesional que se ha enseñoreado sobre el conjunto de las relaciones sociales, y ha supeditado la vida de las personas y sus relaciones a las reglas del mercado.
En definitiva, ni el problema nos afecta sólo a nosotras, ni podemos adoptar soluciones restringidas a los espacios domésticos o desde espacios públicos específicos. Resolverlo requiere medidas de intervención política que afecten al conjunto de las relaciones sociales: a las relaciones domésticas y a las reaciones profesionales, privadas y públicas, medidas que han de definirse desde planteamientos feministas que no limiten su atención a las mujeres, y desde planteamientos políticos que no se reduzcan territorios específicamente femeninos.
La organización privada y pública de la vida social: una aproximación histórica no-androcéntrica
El conflicto entre vida familiar y vida profesional se asienta sobre la organización de las relaciones sociales en dos ámbitos diferenciados a los que se atribuyen distintas actividades y formas de relación: el ámbito privado y el ámbito público.
Esta organización privada y pública de la vida social no ha adoptado siempre las formas que adopta en la actualidad, sino que se ha ido transformando históricamente y hoy continúa en proceso de transformación.
Precisamente, la decisión tomada por muchas mujeres de no reducir nuestras actividades al ámbito doméstico y acceder a actividades profesionales en el ámbito público, ha modificado decisivamente este sistema en todas sus dimensiones, y nos permite pensar en la posibilidad de seguir interviniendo en él con aquellas medidas que conscientemente consideremos necesarias para resolver el conflicto entre vida familiar y vida profesional.
Definir estas medidas requiere realizar previamente un diagnóstico sobre la génesis histórica del conflicto. Pero esta explicación histórica no puede incurrir en la perspectiva académica androcéntrica, que centra su atención preferentemente en los varones adultos de los grupos dominantes que a lo largo del tiempo han actuado en los escenarios públicos, y les atribuye una valoración superior[2]. Y tampoco puede limitarse a los enfoques feministas que limitan su atención a las mujeres y a menudo sólo a algunas mujeres. Porque ambas perspectivas restringidas sólo proporcionan visiones parciales que conducen a soluciones también parciales.
Una aproximación histórica no-androcéntrica, esto es, que no atribuya valores de superioridad a los grupos que ocupan los centros de poder, sino que tenga en cuenta al conjunto de relaciones entre mujeres y hombres de distintas edades y condiciones sociales, permite advertir que esta organización privada y pública de la vida social no es ajena a la apropiación de los recursos por parte de algunos colectivos: se construyó históricamente para consolidar la distinción entre quienes disponen de propiedad privada y quienes son excluidos de la posesión de bienes, distinción en la que se basa la distribución de distintos papeles a mujeres y hombres adultos.
Vivir y vivir bien
Aristóteles lo explica claramente en su Política. El fin de la oikonomia, de la propiedad privada y de las actividades domésticas, no es proporcionar los recursos imprescindibles para vivir. El fin de la propiedad privada y de las actividades que se realizan en este ámbito es permitir que los varones adultos griegos, a los que considera superiores a las mujeres y criaturas de su sangre y más aún a las restantes mujeres y hombres a las que define como bárbaros y destinados a la esclavitud, puedan no ya vivir, sino vivir bien. Disponer de propiedad, de oikia, permite contar con los recursos materiales suficientes y con los seres humanos que se encargan de solventar las necesidades cotidianas, de modo que los varones adultos griegos, liberados de los problemas que comporta producir los bienes imprescindibles para vivir, puedan vivir bien y disponer de tiempo libre para dedicarse a la politique. Y esta organización implica un sistema de divisiones sociales que permite atribuir distintas tareas a las distintas mujeres y hombres. Pero este sistema no diferencia sólo entre mujeres y hombres. Diferencia, ante todo, entre colectivos humanos a los que considera libres, hombres y mujeres griegos, y colectivos humanos a los que define como bárbaros, hombres y mujeres no libres a los que los griegos tienen derecho a esclavizar mediante la guerra, y que sólo pueden aspirar a vivir.
Este análisis de Aristóteles nos permite comprender que la organización privada y pública de la vida social y la distribución entre los papeles atribuidos tradicionalmente a mujeres y hombres, se basa en el dominio de unos pueblos sobre otros, en la organización etnocéntrica y clasista de la sociedad, fundamento de la confictividad social. Ya que es entre los colectivos que imponen su dominio sobre otros, entre los pueblos y clases sociales que se apropian de los recursos naturales y humanos, entre los que se atribuyen papeles diferenciados jerárquicamente a mujeres y hombres. Como dice Aristóteles, "el hombre conquista y la mujer conserva": a él le corresponde conquistar e incrementar el patrimonio mediante la guerra, a ella conservarlo, perpetuarlo, preservarlo como herencia de las nuevas generaciones[3].
Las bases de esta organización, que se definieron en la polis griega, se consolidaron en el Imperio Romano y sirvieron de modelo a las sociedades cristianas de Europa occidental para construir un sistema que, desde la Edad Media, articuló las cruzadas y el matrimonio: las formas de obtener e incrementar los patrimonios mediante conquistas, con las alianzas matrimoniales para perpetuar los patrimonios acumulados mediante las conquistas.
Inicialmente, en este sistema feudal, los recursos necesarios para la reproducción cotidiana se obtenían en el interior de los patrimonios y se distribuían de forma desigual según se perteneciera o no a la familia propietaria; la gestión de estos recursos no estaba reservada a los hombres, sino, en buena parte, en manos de las mujeres de estas familias que se encargaban de organizar el numeroso servicio que contribuía a desempeñarlas. En este sistema feudal, el monarca era el primum inter pares, el que disponía de patrimonio suficiente como para imponerse sobre los restantes señores feudales y aglutinarlos en proyectos expansivos colectivos. Y el ámbito público era muy reducido se limitaba a las reuniones que celebraban el rey y los señores feudales para decidir su colaboración en nuevas conquistas, así como las formas de reparto de los botines que se consiquieran[4].
Pero a medida que estos colectivos cristianos conquistaron más y más territorios, especialmente cuando se extendieron a través de los océanos y por otros continentes, nuevos grupos participaron en estos proyectos y por tanto también en los beneficios que proporcionaron las conquistas, y pudieron disponer de propiedades privadas que se fueron incrementando también mediante el comercio. Paralelamente, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, se fue desarrollando el sistema institucional público que, tras las revoluciones burguesas, acabó diferenciándose del patrimonio real, se hizo autónomo y permitió financiar ejércitos capaces de imponer un orden público sobre las prerrogativas privadas que pervivían del Antiguo Régimen. De modo que cada vez se diferenciaron más los ámbitos privado y público, como dos espacios en los cuales las mujeres y los hombres de las clases poseedoras de patrimonios desempeñaban distintas tareas.
En este ambiente la construcción de la opinión pública se fue restringiendo al colectivo de varones que participaban en la gestión de los imperios, y a la negociación entre varones de esta gestión pública, a la vez que se desarrolló un modelo de feminidad relacionado con la administración cotidiana de la perpetuación de las economías domésticas y la reproducción de descendencia legítima.
Esta organización de los Estados modernos a lo largo del siglo XIX dotó a los pueblos europeos de recursos institucionales y tecnológicos que les permitió extenderse definitivamente por todo el planeta y repartirse el dominio de la Tierra. Este dominio más amplio se realizó a expensas de los pueblos que vivían en los restantes continentes, que quedaron supeditados a los intereses de los colectivos blancos y cristianos procedentes de Europa. Pero la distribución de los beneficios no se realizó de forma equitativa entre el conjunto de mujeres y hombres europeos. A lo largo del siglo XIX, favoreció especialmente a las minorías dominantes que consolidaron nuevas formas de propiedad que se concretaron en la familia burguesa que, siguiendo el modelo que explica Aristóteles, atribuyó a los pater familiae la participación en la vida pública y acentuó la dependencia de las mujeres que quedaron relegadas a una vida doméstica cada vez más supeditada a la obtención de dinero en el ámbito público. Paralelamente, la mayoría de la población vio como se agravaban sus condiciones de vida y para remediarlas, una parte engrosó los contingentes de emigrantes que alimentaron la expansión europea por otros continentes mientras otra se marchó de los campos a las ciudades donde, gracias al trabajo en el servicio doméstico y en las fábricas, se convirtieron en asalariados.
De modo que el imperialismo europeo, además de expoliar a otros pueblos, acentuó los antagonismos internos entre sexos y clases, tanto en el interior de los espacios domésticos como en las relaciones laborales y profesionales que se desarrollaron en el ámbito público.
Esta situación generó numerosos conflictos sociales e impulsó distintas soluciones. El modelo de familia burgués apareció como el remedio que podía permitir amortiguar las penurias que atenazaban día a día la vida de mujeres, hombres y criaturas del proletariado, al tiempo que el movimiento obrero y las organizaciones políticas de izquierdas reclamaban la intervención de los poderes públicos para limitar las prerrogativas despóticas de los patronos y mejorar las condiciones laborales y salariales en las fábricas, reivindicando para los hombres del proletariado unos derechos salariales y políticos que los consolidase en posiciones equiparables al pater familiae burgueses[5].
En el siglo XX, a medida que la producción industrial de bienes necesitó contar ya no sólo con una gran cantidad de mano de obra obrera, sino también con un número cada vez mayor de consumidores, la emulación del modelo de familia burgués se hizo más factible: el hombre ganaba el salario y la mujer lo administraba minuciosamente y ahorraba para pagar los créditos que permitían convertir el hogar en un paraíso de confort electrodoméstico.
De este modo, el desarrollo del comercio y la revolución industrial, al extender el uso del dinero como recurso imprescindible para obtener los recursos necesarios para la vida doméstica y familiar, hizo que la gestión de los espacios domésticos en manos de las mujeres de las clases dominantes, contado con un servicio doméstico que se mostraba cada vez más exigente, se tornase más y más dependiente de las actividades que desarrollaban los hombres en el ámbito y el mercado público. Y esta dependencia se agudizó entre la población urbana de cualquier clase social medida que las mujeres del proletariado mejoraron sus condiciones, accedieron a la propiedad y, por tanto, trataron de emular a las amas de casa burguesas.
Este modelo masculino / femenino es el que han reproducido convencionalmente los medios de comunicación de masas a lo largo del siglo XX.
No obstante, pronto se pusieron en evidencia las tensiones que generaba este modelo entre mujeres y hombres, en el seno de las familias y en la vida política. Y contra esta situación se rebelaron algunas mujeres, ya fuera incorporándose al mercado laboral donde intentaron ascender a posiciones mejor remuneradas e introducirse en todos los sectores profesionales, ya fuera organizándose en movimientos políticos, como las sufragistas que en el siglo XIX lucharon por conquistar el reconocimiento del derecho de voto, y las feministas que a lo largo del siglo XX han logrado la emancipación de las mujeres de la jerarquía de los pater familiae.
La coincidencia, en la segunda mitad del siglo pasado, entre los objetivos de la rebelión de las mujeres de no depender económicamente de los hombres y de disponer de recursos económicos propios y autonomía, con los intereses de una sociedad de consumo que se basa en la capacidad adquisitiva de cada individuo, favoreció la nuclearización de las familias e incluso la organización de familias monoparentales y núcleos domésticos individualizados.
Y en este marco se agudizó el conflicto entre vida familiar y vida profesional. Ya que, a pesar de los cambios en la práctica de las relaciones sociales, la persistencia del modelo familiar burgués decimonónico, con sus papeles antagónicos femenino / masculino para mujeres y hombres, ha dificultado hasta nuestros días el reparto equitativo de tareas y responsabilidades dentro de las casas, y ha alimentado la pretensión de los hombres de perpetuar su predominio en los espacios públicos, especialmente en los trabajos profesionales mejor remunerados, y a la vez eludir asumir la parte que les corresponde en el trabajo doméstico.
Líneas de actuación de una política feminista para el siglo XXI
Así, si bien durante un tiempo pensamos que una vida profesional bien remunerada podía solventar el conflicto, y luego que la solución acaso pasaba por romper las relaciones domésticas que persistían en el reparto desigual de papeles, hoy nos consta ya que estas soluciones no eran más que un espejismo propio de una sociedad que todo lo valora en términos económicos, ya que el conflicto entre vida doméstica y vida profesional se fundamenta en un sistema social injusto que distingue entre seres humanos a los que se atribuye el derecho a vivir, o el privilegio de vivir bien... al precio de una vida profesional absorbente. Un sistema cuyas tensiones requiere medidas de reorganización de la actividad profesional y asalariada, orientadas a compartir los recursos no sólo entre mujeres y hombres profesionales, sino con el conjunto de la sociedad. Sólo así las propuestas feministas se orientarán hacia una auténtica igualdad de oportunidades y responsabilidades que, en lugar de restringirse a los grupos sociales profesionales con derecho a vivir bien, se extiendan al conjunto de la sociedad.
Si a lo largo del siglo XX, la decisión de muchas mujeres de no reproducir los modelos imperantes, de no reducir nuestras actividades al ámbito doméstico e incorporarnos al ámbito público, ha modificado decisivamente este sistema, hoy, en el inicio de este nuevo milenio, bien podemos pensar en la posibilidad de seguir interviniendo con las medidas que conscientemente consideremos necesarias para resolver el conflicto entre vida familiar y vida profesional que expresa el malestar de un sistema social profundamente injusto.
Este es el reto del feminismo para el siglo XXI: las experiencias acumuladas tanto en la vida doméstica como en la actividad pública, dentro y fuera de los espacios domésticos y públicos, nos permite ver que para aportar soluciones no a parcelas específicas, sino con medidas que afecten al conjunto de relaciones entre mujeres y hombres de distintas edades y condiciones sociales, es imprescindible intervenir en todos los ámbitos de la sociedad y en su funcionamiento conjunto.
[1] Conferencia pronunciada en Agor@ 2000, organizada por el Institut Català de la Dona, Barcelona, 27 y 28 de octubre de 2000
[2] Sobre la crítica al orden androcéntrico del discurso académico y la propuesta de perspectivas no-androcéntricas ver MORENO SARDÀ, A. (1986), El arquetipo viril protagonista de la historia. Ejercicios de lectura no-androcéntrica, LaSal, Barcelona; (1988), La otra ‘Política' de Aristóteles, Icaria, Barcelona; (1991), Pensar la historia a ras de piel, Ediciones de la Tempestad, Barcelona.
[3] Una explicación más detallada puede verse en la obra citada, MORENO SARDÀ, A., La otra ‘Política' de Aristóteles.
[4] Para comprender este proeso de desarrollo del ámbito público, ver ELIAS, N., El proceso de la civilización, FCE, Mexico, 1989.
[5] Una lectura atenta del Manifiesto comunista permite detectar esta coincidencia de propósitos expresados de forma un tanto opaca.